La felicidad, uno de los términos que más ruido hace a nivel personal, familiar y empresarial… hablar de felicidad es todo un reto pues es un tema alrededor del cual se tejen mitos, imaginarios y anhelos.
A veces se cree que la felicidad es una meta, un lugar, un estado de plenitud en donde ya no hay espacio para las preocupaciones, los conflictos, las enfermedades, las frustraciones o el dolor. La expectativa es, después de haberlo visto y vivido casi todo, encontrar el día en el que ya podamos descansar de cualquier problema.
Nos pasamos la vida evitando el sufrimiento y no comprendemos por qué, a pesar de nuestros esfuerzos, se repiten experiencias o circunstancias dolorosas, o por qué se nos presentan pruebas tan fuertes que a veces no es posible dejar en el pasado.
Nos sentimos desorientados, escasos de respuestas; llenamos el tiempo en actividades o con personas que nos entretienen, que de alguna manera nos permiten sostenernos y sobrellevar el día a día hasta que… vuelve a salir el sol y con ese nuevo amanecer tenemos la sensación de que aún nos falta algo para ser felices.
Tenemos la leve intuición de que la felicidad tiene que ver con el sentido de la vida, con nuestra misión, con un por qué y un para qué, con la necesidad de dejar huella, de sentirnos productivos, reconocidos, de servirle a un fin común o a un orden más grande.
Y así continúa nuestra búsqueda. Recorremos el camino tratando de entender quiénes somos, de dónde somos o a dónde pertenecemos. Ensayo y error…
Recuerdo muy bien las discusiones en mi seminario de psicoanálisis. Durante cuatro años un grupo de terapeutas, psicólogos y psiquiatras jóvenes y ansiosos de saber, nos reuníamos todos los sábados por la mañana. De cada sesión resultaban más preguntas que respuestas y con esto, la sensación agobiante y propia de la juventud de no saber nada; la conciencia de sólo haber recorrido una pequeña parte del camino. Un día, en ese seminario nuestra docente dijo que la felicidad se definía muy bien con el slogan de una famosa marca de chocolates: “Simple, la felicidad viene en trocitos”. ¡Una genialidad!. Cada bocado, por un instante, puede recrear ese estado de plenitud tan anhelado.
Si, solo un instante… nunca nos dijo que la felicidad era eterna, permanente. Nunca nos habló de certezas ni de seguridades. Todo lo contrario. La vida es justamente lo otro: Incertidumbre y riesgo. Y entonces, ¿dónde está la magia? ¿Cómo sobrellevar “el peso de la vida” cuando la idea de un paraíso en la tierra ya no existe?
La respuesta es simple: Arma tu propia chocolatina.
Tomar un café, ir al cine, caminar por el bosque, preparar una cena familiar, pintar, cantar, bailar, tomar cursos de cerámica, escribir, rodearse de personas que enriquecen, trabajar en lo que amas, escuchar bien a fondo tus pasiones…
Pero aunque simple, la solución se estrella con toda clase de obstáculos propios, conscientes e inconscientes. Nos llenamos de excusas, nos ponemos trampas, nos hacemos zancadilla: “No tengo tiempo, no tengo dinero, mañana lo haré, no puedo hacerlo sola o solo, quiero hacerlo, pero…”. No hay ladrones más efectivos de los instantes de felicidad que nuestras propias excusas y nuestros propios miedos.
Esto tiene una explicación: La tendencia natural del ser humano es a resolver y sobre todo a evitar las tensiones. Con frecuencia un deseo muy profundo implica un esfuerzo importante y esto en la mente humana se asocia con dolor, con desgaste, con tener que pagar un precio muy alto o con hacer un sacrificio, así que, para evitar la posible sobre carga, posponemos las metas o nos rendimos con facilidad.
Pero ¿cómo sería nuestra vida si le dedicáramos más tiempo a disfrutar cada trocito de felicidad? Seguramente estaríamos mejor nutridos y el resultado: Una vida más apacible y serena.
Teniendo esta claridad, es mucho más probable adquirir la disciplina y el compromiso necesarios para encontrar y aprovechar los espacios de bienestar. Entre más pedacitos de bienestar experimentemos, nos sentiremos más compensados y más cercanos a esa sensación de felicidad. Es como un ciclo y definitivamente, supone una decisión hacer parte de él.